“Cuéntame
cómo pasó”
Soy un cuarentañero de los que vivió con adolescente emoción el final de la dictadura, la merecida muerte del dictador y la convulsa instauración de la monarquía constitucional y democrática. Crecido –no mucho- y maleducado en un barrio de la periferia de Madrid donde había más barro que ladrillo y más terraplenes y escombreras que jardines. Los niños y no tan niños nos pasábamos las horas en la calle, dedicados a juegos ya obsoletos como las canicas, las chapas y la peonza. También pegábamos patadas a los balones –no había otra cosa- mejor dicho al balón, era raro que tuviéramos más de uno, así que el partido se acababa cuando el cuero se rompía o cuando el dueño de la pelota decidía irse a su casa, harto de que nadie le diera algún pase con el que lucirse. Era raro que alguno tuviéramos algo parecido a unas zapatillas de deporte y andábamos casi todo el día sin camiseta y en pantalón corto. Otra gran diversión por aquel entonces era liarnos a pedradas con los chicos de la manzana de al lado, los del otro barrio, a lo que ellos solían responder de igual manera: otra cosa no habría, pero cantos y ladrillos rotos nunca faltaron en aquellas calles aún por asfaltar. El verano era maravilloso, podíamos cazar avispas y bajar a la ribera del Manzanares a por ranas y lagartijas, a las que alguno cortaba el rabo para mostrarnos como sigue moviéndose una vez desprendido del cuerpo del animal –vívida lección de Biología-. El invierno por el contrario lo ensombrecía casi todo, el suelo se llenaba de charcos por lo que teníamos que andarnos con cuidado: llegar a casa con la ropa llena de barro y los pies encharcados suponía como mínimo un bofetón del padre, de la madre o de ambos sucesivamente. La tarde duraba muy poquito, se hacía muy pronto de noche y nos teníamos que encerrar en casa antes del telediario, que por aquel entonces se llamaba “parte”, y dedicarnos incluso a hacer los deberes del colegio.
Pero por suerte todo empezó a cambiar al acabar la primaria y empezar el bachillerato. El instituto era otro mundo, incluso había chicas, y compis de clase venidos de otros barrios de Madrid. Fue en primero de BUP cuando me sucedió lo que nunca había imaginado, ni mucho menos sentido: me enamoré de Ella.
El mundo es como aparece
ante mis cinco sentidos
y ante los tuyos, que son,
las orillas de los míos...
El mundo de los demás
no es el nuestro,
no es el mismo...
(Miguel Hernandez)
Este es el primer poema que aprendí de memoria en mi vida, y lo hice sobre todo por si tenía la oportunidad de recitárselo en los paseos que nos dábamos por el parque en los recreos, o mientras la acompañaba por las tardes a coger el autobús. No pude o no supe encontrar nunca el momento de hacerlo y nunca tuve el atrevimiento de decirle lo que sentía, por lo que un buen día me armé de valor y se lo escribí a hurtadillas en la primera página de un libro de Ciencias Naturales, sin atreverme a firmarlo.
Empecé a andar un poco distraído y bajó considerablemente mi rendimiento escolar, hasta entonces inmaculado salvo en la asignatura de religión. Dejé algunos meses las sesiones de fotting, que entonces no se llamaba así, sino simplemente correr hasta que te diera flato. También falté a alguno de los entrenamientos con el Real Madrid, razón por la cual recibí un serio aviso, que más tarde se demostró que iba en serio, por lo que tuve que volver a jugar en el equipo del barrio, dando al traste con mi, a todas luces, prometedora carrera deportiva. Aunque a decir verdad, a mí por entonces ya me empezaba a parecer un poco pretencioso eso de "real" -con mayúsculas-: No me caían bien los pijitos que llegaban en el coche de papá al entrenamiento y por otro lado la Ciudad Deportiva quedaba a más de una hora de autobuses y metro desde mi casa. Ya sólo me divertían los partidos, creo recordar que en alguno marqué uno o dos goles, aunque las más de las veces me pasaba el tiempo resolviendo mentalmente el último de mis enigmas ajedrecísticos, porque aunque ustedes no lo crean, en el fútbol se sufre mucho cuando eres delantero y tus compañeros se dedican a adorar el balón y marearlo de acá para allá, olvidando que la razón primera del juego es hacerlo llegar cuanto antes al área contraria, para que los artistas como yo se encarguen de meterlo dentro de la portería
Mis padres casi lo agradecieron, a mi padre nunca le gustó el fútbol, le gustaban más el flamenco, las novelas del oeste, el mus y el vino –en orden inverso- y mi madre se pasaba el día entre los fogones de la cocina del bar ayudando a mi padre. Mi hermano mayor andaba enfrascado en historias políticas - hoy es un gran yuppie del PSOE sin escrúpulos para despedir a quien sea con tal de mantener su status- y aprovechó la coyuntura para convencerme de trabajar “cara al barrio” “por y para el Pueblo”, comprometerse políticamente y “salir del armario”, proclamando a los cuatro vientos que eres comunista y que tienes el valor de militar en un partido a la izquierda del PCE, aunque en las manifestaciones la policía -“los grises”- te pusieran las espaldas y las costillas a caldo más de una vez con aquellas porras, que mas que de madera forrada en cuero, parecían hechas de acero de los altos hornos de Bilbao. Y así fueron las cosas, el “proselitismo fraternal” surtió su efecto e ingresé en el Partido con toda la ilusión del mundo, casi casi como un seminarista. En el instituto fue un bombazo la noticia y me sorprendí al comprobar la admiración que desde entonces provocaba en los demás, me nombraron delegado de la clase y lo mejor de todo es que Ella un día, porque tuvo que ser Ella y no otra, me dejó escrito en un libro de Literatura: “Eres una blanca gaviota en busca de libertad, espero que lo consigas a fuerza de voluntad, para que a ti ninguna gaviota se te pueda comparar” ¡Qué más podía yo pedirle al mundo!
Pero no todo resultó ser tan romántico como los demás lo veían. Era cansado levantarse una hora antes para repartir panfletos a la entrada del instituto. No era fácil subirse al estrado a convencer a estudiantes de bachillerato de los institutos del centro de la ciudad, de la necesidad de organizarse en sindicatos estudiantiles. Pegar carteles a escondidas por las calles resultaba muy frío en las noches de invierno, te cortabas los dedos con el filo del papel y las manos se te quedaban pegajosas de cola. Además estaba el factor miedo, no ya miedo por uno, porque te detuvieran en la calle, sino por esa sombra de color gris que siempre amenazaba con que cualquier día se presentara la policía en casa y descompusieran el trabajado orden del hogar y la merecida paz de tus padres.
Por suerte la cosa no duró mucho. Si bien yo me encontraba a gusto en el Partido, lo cierto es que nunca sentí una gran vocación revolucionaria. Me interesaba más el trato con la gente, todos y todas mayores que yo y muy especialmente con las camaradas. El amor libre estaba de moda entre las mujeres, tal vez como efecto resaca del Mayo del 68 y no estaba penalizado pseudoseducir a menores. Aún recuerdo aquellas faldas largas de florecitas casi hippies y aquellas camisetas que dejaban entrever lo nunca visto: no llevar sujetador por lo que más tarde acabé sabiendo estaba considerado un signo inequívoco de liberalidad y progresismo entre las mujeres, casi tanto como para los hombres dejarse una buena barba y llevar siempre un libro bien visible en el bolsillo de la trenka.
Fue
en unas jornadas teóricas del Uno de Mayo cuando sucedió lo de mi
expulsión. Los dirigentes centrales del Partido venían a las
sesiones de trabajo y estudio y se discutía sobre política y
filosofía. Yo había leído algo de Platón, de Kant, de Nietszhche,
de Voltaire, de Hegel, de los clásicos de la filosofía y de la
literatura universal y por supuesto de Marx -no Groucho Marx, que era
considerado contrarevolucionario- y tenía como libro de cabecera “el
Libro Rojo de Mao"- la de cervezas de igual pronunciación que
me habré tomado yo después a la salud de mis queridos camaradas y a
la mía propia-. Nunca he llegado a saber con certeza qué influyó
más en aquella expulsión que tal vez avergonzó a mi hermano, si
que cuestionara los postulados y dogmas del comunismo revolucionario,
si que sugiriera la necesidad de leer a otros autores más allá de
los cuadernos de Marta Hacneker y disfrutar también de la poesía,
aunque sólo fuera la de Miguel Hernández, la de Lorca, la de
Alberti, o tal vez porque alguna vez me vieron salir del Ateneo
Libertario y del Aula Cultural Libre. Ni pensar quiero que fuera
porque uno de los días que falté a las conferencias un ávido
camarada que actualmente es concejal del PSOE me sorprendiera
besándome con una compañera del instituto, que por cierto no era
Ella, apoyados en la barandilla de las escaleras del metro. De este
triste modo fue como dio al traste mi, a todas luces, prometedora
carrera política. Sea como fuere la cosa es que salí de aquel
contubernium revolucionario como un apóstata acusado nada más y
nada menos que de libertario. Cosa que más tarde he agradecido
porque fue entonces cuando ya por mera curiosidad empecé a leer
novela rusa, a Bakunin, Marcuse, Sartre y gracias a la obra de éstos
últimos un día me vi con un libro de Freud entre las manos. Así
las cosas continué con mis estudios, seguía haciendo deporte y
jugando en el equipo del barrio, leía lo que me salía de los
genitales externos, andaba con chicas y comencé a tocar la guitarra
y cantar.
El único pero es que yo seguía enamorado de Ella, aunque el tiempo pasa y las cosas, los sueños y la vida rara vez son como uno se los había imaginado. Años después nos hemos vuelto a encontrar varias veces. Ella siempre igual de guapa y de risueña, no vive ni a diez minutos de mi domicilio actual y quiero pensar que es feliz, incluso mucho más feliz de lo que lo éramos entonces: tiene una hermosa familia y un par de hijos ya criaditos. Y a mí, bien mirado, no me ha ido muy mal en el papel de neobohemio hedonista, músico trotamundos y eterno aprendiz de escritor noctámbulo, noctívago y nocherniego abajofirmante.
El único pero es que yo seguía enamorado de Ella, aunque el tiempo pasa y las cosas, los sueños y la vida rara vez son como uno se los había imaginado. Años después nos hemos vuelto a encontrar varias veces. Ella siempre igual de guapa y de risueña, no vive ni a diez minutos de mi domicilio actual y quiero pensar que es feliz, incluso mucho más feliz de lo que lo éramos entonces: tiene una hermosa familia y un par de hijos ya criaditos. Y a mí, bien mirado, no me ha ido muy mal en el papel de neobohemio hedonista, músico trotamundos y eterno aprendiz de escritor noctámbulo, noctívago y nocherniego abajofirmante.
¡Hoy
vivo retirado del mundanal ruido, en mi hermosa Bahía de Cádiz!
Ella, la nueva Ella, también vive a menos de diez minutos de mi
casa, alguna vez la veo chapotear en la playa en el atardecer de
Sancti Petri o en el Puerto Deportivo. ¡Todos y todas tenemos una
historia que no conviene olvidar, para no perder ni el Norte ni el
Sur! Para no perdernos nunca, ni olvidar la justicia y las injusticias!!
©AMS Madrid
Septiembre de 2009
©AMS Madrid
Septiembre de 2009
Julio
del 2012
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